lunes, 30 de octubre de 2017

Kartunópulos



¡Qué delicia escuchar a Mauricio Kartun! ¡Con cuánta admiración y cariño lo presenta Jorge Dubatti, sin que suene a demasía cuando dice que “Kartun es Shakespeare, no sé si lo tienen claro”, y enseguida comenta que acaba de ser traducido al griego, tomá pa´ vos! La charla se da en el Teatro del Viejo Consejo, en San Isidro, dentro del ciclo de la Escuela de Espectadores que dirige Dubatti. Antes y después, en la plaza y en el CC REA, disfrutamos de unos payasos divertidísimos.

Dichosa jornada teatral completa, entonces, pero con el plus que significa acceder al riquísimo mundo reflexivo de un dramaturgo “con estaño”. Un tipo cuyo padre le legó la sabiduría para pescar en el entramado del flujo de intercambios, y supo cómo intermediar entre los que compran y los que venden. Podría haber sido uno de esos comerciantes con un terrenito en Benavídez para llenar la Pelopincho los fines de semana, pero supo advertir que el tiempo es el bien más preciado que tenemos –lo único que no podemos reponer-, y se dedicó a crear, a hurgar en los mitos que nos constituyen, y a trascender.

Claro que dicho así suena solemne, cuando todo en Kartun –para chorearle un concepto al Negro Fontova- es absolutamente “vasodilatador”. Que te cagás de risa, hermano, eso quiero decir. Pero también digo que aprendés un montón porque el tipo ha pensado mucho y bien sobre su oficio, y además es tremendamente generoso y brinda sus pensamientos con una ternura rea que no es nada habitual.

Y aquí también “trasciende” –como en su teatro y en su docencia-, porque uno se apropia de esas ideas y comprende que es verdad que si te dedicás al mundo creativo estás por afuera del circuito de la producción en serie. Pero “por afuera” filosóficamente hablando, al punto que estás del lado de la poesía, del lado de lo contrahegemónico, del lado donde todo el tiempo se hace antítesis y, sólo a veces, síntesis.

 Y también del lado atorrante de la vida, del lado de los que alguna vez se animaron a pensar cómo sería posible “vivir sin laburar”, acaso sin delinquir. De esa esquina donde se juntan los que se emocionan con un poema de Gelman o con Raúl González Tuñón, los que se pintan la cara para que afloren las sonrisas ocultas y de los que, como marineros griegos, en sus brazos se tatúan a Rosita y a “la madre anciana”.

Los que son capaces de hacer un ritual en base a su mito personal, y entender que de eso se trata: de permitir que aflore la nostalgia, y trabajarla luego para que dé sus frutos. Y plantarla, con paciencia de jardinero, para que un día, en un sótano porteño o en algún otro arrabal del mundo, un montón de espectadores vuelvan a purgar sus emociones ante un Dios criollo, que es apenas un folklorista fracasado.

Por Carlos Semorile.

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