martes, 29 de septiembre de 2015

La lengua emancipada



¿Prodigioso, no? Si usted, como yo, escuchó como zumbaban los latigazos verbales de la Presidenta en la ONU, es porque ella hace uso de una lengua emancipada de hipocresías. Dice lo que debe decir, sin formulas vacías ni consignismos bienpensantes. La oratoria de Cristina es “argentina” por lo cristalino de su mensaje, por el desenfado de su estilo, y porque tiene una fortísima sonoridad plebeya. No usa el “voseo” pero casi…, y qué duda cabe de que les habla de igual a igual. De que les dice todas las verdades en la jeta.

Por Carlos Semorile.

La liturgia y la palabra



Primero fue el Verbo, pero hace mucho que la liturgia tomó su lugar, mejor dicho todos los lugares disponibles y desplazó a la palabra a los confines de la fe. En este proceso, la Iglesia se resignó a sus formas ritualistas como si éstas por sí mismas pudiesen reemplazar la convocatoria a la comunidad de fieles y posibles fieles. El ceremonial servía para ahogar la voz de los eclesiásticos supremos, toda vez que lo único que tenían para dar eran amonestaciones, reprimendas y durísimas advertencias. Todo eso se ha trastocado durante el actual papado, y sigue cambiando porque Francisco ha colocado a la palabra en el lugar central de su prédica. Es comprensible que ello provoque espanto en quienes estaban muy cómodos con el antiguo sistema de dictámenes inamovibles, y con el ánimo rigorista, sancionatorio y fuertemente conservador de los Papas de las minorías más minoritarias y sectarias del mundo.

También se entiende que esto genere un arco que va de las suspicacias a las sospechas –o al descreimiento liso y llano- en quienes hemos visto a la Iglesia como mascarón de proa de los imperios para quebrar los procesos emancipatorios de los pueblos. En este sentido, claramente no alcanza con las palabras, y para muchos inclusive no alcanza con los hechos. Sin embargo, este Papa no habla para el círculo reducido de los poderosos, ni balbucea detrás de la solemnidad ritual de los oficios. Por el contrario, su palabra se alza por encima de los protocolos, y busca enlazarse con las mayorías que desean cambios que vayan en el sentido de la reparación y la redención. Donde antes se escuchaba un ruido de silabeos y latinazgos, hoy se oye un discurso político que habla el mismo idioma que muchos de nosotros. Y ahí, en ese encuentro de la palabra, al menos podemos discutir cómo darle fin al reino de la barbarie.

Por Carlos Semorile.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Mil ocho noventa



Tiene razón Cristina. Si gobernaran Macri y Magnetto habría que volver a hacer la Revolución del Parque. Luego, mientras ellos apañan “elecciones”, deberíamos volver al abstencionismo hasta conseguir una nueva Ley Sáenz Peña y ganarles en buena ley. Allí, de mala nos dejarían ensayar algunos cambios, mientras preparan el golpe y la restauración. Enseguida, estaríamos reviviendo las miserias de la Década Infame y refundando Forja para despertar la conciencia nacional. Tendríamos luego diez años gloriosos de derechos y conquistas, seguidos de bombardeos, fusilamientos y proscripciones. ¿Cuántos años de éso? ¿Veinte, treinta? Los que hagan falta, y si de casualidad nos rebelamos y levantamos de nuevo la cabeza, nos estaría esperando las hogueras de un nuevo genocidio. Y siempre, siempre, el neoliberalismo aplastando todas y cada una de nuestras energías y esperanzas. Tiene razón la Presidenta: “los noventa” de ellos son los de 1890. Por eso, cuide su voto, amigo! Porque su voto cuida sus conquistas y las de todos. No sea cosa que mañana se despierte sin derechos, y no tenga ni palenque anda rascarse.

Por Carlos Semorile.

martes, 8 de septiembre de 2015

La canción emancipada



La vieja España supo tener un Nebrija que sintetizó el dominio de sus colonias bajo la fórmula “Lengua e Imperio”. “No había en su lengua sino lugar para el castigo”.[1] Para salir de la minoridad impuesta por los españoles, nuestros primeros revolucionarios tuvieron que “servirse del estado de a la lengua vigente en aquella fecha” y, al mismo tiempo, debieron luchar por “revolucionar la lengua, dotando de nuevos sentidos a las viejas palabras”, iniciando así una batalla por el lenguaje que “no ha cesado en los últimos doscientos años”.[2] Andando el tiempo, Alberdi planteó que “nuestra lengua aspira a una emancipación”, y al despuntar el siglo XX Abeille tendría la osadía de plantear la existencia de un Idioma nacional de los argentinos. Acaso se le fue la mano, pero Martínez Estrada supo ver que los “poetas del pueblo” declararon “como extranjera la voluntad de crear una literatura nacional con elementos foráneos”, recogiendo y legalizando “lo español vivo en lo argentino vivo”: “Lo que nosotros hemos modificado en lo sustancial y hasta los límites de lo posible dentro de la rigidez de toda lengua es la semántica y la intencionalidad del lenguaje. No lo hemos deformado por fuera, sino por dentro”. Y cuando el Martín Fierro plantea “la ley primera” está invirtiendo la imposición del lenguaje colonizado que ordena desalojar el amor y suplantarlo por la desconfianza.[3] Es toda una reposición de valores: la fraternidad en sentido amplio, entre “gente que se quiere y se comprende” -como escribe Buenaventura Luna-, entre paisanos estigmatizados como bárbaros.

¿Se interesan los músicos por estas cosas? Cuando “la música interior” tocó por primera vez las puertas de la esquiva metrópoli, Juan Agustín García dijo que había recorrido “con bondad y paciencia lo que se siente en esos centros populares (…) Se encuentran emociones muy intensas y bien traducidas en un verso armonioso, español, pero muy argentino: con mucho sabor local (…) La guitarra es, en todos estos cantos, el símbolo de la patria; de una patria más suave y dulce”. Si el criollismo fue acaso una revolución cultural es porque terminó con los “buenos modales” del idioma, esos que hacían que la lengua del oprimido se escuchase como ruido y sólo se escuchara como discurso el idioma del opresor.[4] ¿Hace falta sugerir lo que va del lenguaje a la canción?

“El encuentro entre una persona y el lugar al que pertenece no es fortuito, es algo que va más allá del destino, es algo tan primordial que no hay palabras para describirlo”.[5] Pero hay que encontrar esas palabras y avanzar hacia una lengua nacional emancipada. “¿Para qué nuestra música? ¿Para qué nuestros dioses? ¿Para qué nuestras telas? ¿Para qué nuestra ciencia? ¿Para qué nuestro vino?”, preguntaba Manzi. Para que podamos escuchar una canción emancipada y disfrutar y tener “una patria más suave y dulce”.

Por Carlos Semorile.


[1] Juan Bautista Duizeide, Lejos del mar.
[2] Javier Fernández Sebastián citado por Esteban de Gori en La república patriota.
[3] Siguiendo a Jamaica Kincaid en Autobiografia de mi madre.
[4] Siguiendo a Eduardo Rinesi en Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo.
[5] Jamaica Kincaid, Autobiografía de mi madre.