viernes, 26 de junio de 2015

Una plegaria para el prisionero irlandés



“Así se escribe la historia
                                               de nuestra tierra, paisanos:
                                               en los libros… con borrones,
                                          y con cruces en los llanos.”

Acabamos de ver una bella película, “El prisionero irlandés”: bien narrada, con impecables actuaciones y realizada con gran rigor histórico. Pero cómo cuesta que nos dejen mirarnos en un espejo digno!, un cristal que nos refleje en lo que fuimos, en lo que somos y en lo que podemos ser. Cuando se habla de la inmigración irlandesa a la Argentina, o se la subsume dentro de la inmigración británica o se habla de quienes llegaron a mediados del siglo XIX. Pero casi siempre se pasa por alto a los soldados irlandeses que fueron tomados prisioneros durante las Invasiones Inglesas y que, una vez derrotadas las fuerzas de Su Majestad, decidieron quedarse a vivir en la tierra a la que llegaron como obligados invasores. Un país en el que pudieron hacer cosas que no podían hacer en la Irlanda ocupada por Inglaterra, cosas como rezarle a su Dios y tener un pedazo de tierra propia. Tal vez sin riqueza, pero sin miseria.

Un país en el que acaso se enamoraron y al que comenzaron a ver con otros ojos, sin dejar de añorar el mar y las dulces melodías de una lengua prohibida. De a poco, fueron adoptando las costumbres de este suelo y, como quien no quiere la cosa, se fueron volviendo criollos. Una tierra en la que volvieron a encontrarse con “la cuestión nacional”, hecho que los llevó a tomar decisiones en las que comprometieron el pellejo propio y la suerte de sus nuevas familias. De todo eso habla “El prisionero irlandés”, y lo hace de un modo amoroso, con un inmenso respeto por cada uno de los personajes, que no son caprichos al servicio de un guión, sino destinos en manos de una pareja de directores que se tomaron a pecho la historia que querían contar. Una película hermosa a la que, si usted no va al cine esta semana, le bajan el pulgar. Conozca a Conor Doolin, y sobre todo no se pierda cuando Luisa Ochoa le dice “irlandés”.

Por Carlos Semorile.

lunes, 22 de junio de 2015

En el vientre de la ballena, el río



(Foto: Sara Flores)

Contó Liliana Herrero que anoche hubo un malentendido. Mientras caminaban hacia el           Centro Cultural Kirchner, ella le dijo a Toninho Ferragutti: “Esa es la ballena azul”. El músico brasileño, desconcertado, le preguntó: “¿Un barco?”. “No, animal”. La chanza inesperada surge del desconcierto ante esa sala formidable, y el equívoco le permite a Herrero hablar desde el asombro e instalar otra incerteza: “Este lugar enigmático”. Ciertamente lo es, tal vez más para quienes lo conocimos en su época de Correo Central. Pero nos ampara una primera dicha: allí donde hubo abandono, desidia y ruina –las estaciones fatales del neoliberalismo- hoy hay ciudadanos en estado de emoción cultural.

Una segunda dicha nos espera en La Ballena Azul cuando Liliana Herrero y sus músicos comienzan el raro sortilegio de hacer sonar un río adentro de un bicho de mar. Hay algo chamánico en el modo en que Herrero y su banda encaran las melodías, y uno se va elevando y va volviendo –pero ya nunca del  todo- mientras lo mecen las canciones. Y en un instante, por un entresijo de la conciencia, uno cree entender qué sucede: la voz de Liliana es la voz del río. Siempre está pasando, y nunca es la misma. Luego, suena el acordeón de Toninho y lo acompaña la guitarra de Pedro Rossi. Liliana cierra los ojos, y lo que se escucha parece que está siendo soñado por ella. Enseguida, el juego se invierte y Herrero es un personaje travieso en uno de los barcos musicales del marinero Ferragutti. Para mejor decir: las canciones del sonriente Toninho son películas, y si Glauber Rocha viviera las estaría filmando.

Hubo versiones extraordinarias de “Run run se fue pa´l norte” y “Si vas para Chile” –nunca sonó así la palabra “viajero”-, y una muy justa mención al no siempre recordado Fernando Portal. Pero se nos saltaron las lágrimas cuando Liliana cantó “Luna tucumana”, tal como Pablo Maestre Galli nos dijo que sucedió durante la filmación de “Zonda”. Después, Herrero lanzó un guiño irónico antes de cantar la “Chacarera de las piedras”, a la que bautizó como “Palmas mínimas”. Aprovechó para contarle a Toninho que nuestros “festivales” tienen una extraña vocación por el grito, y pudo decirlo tranquila porque aquí nadie tiene la manija para hacer “girar el plato”.  

Finalmente, Liliana encontró las palabras que venía buscando desde el inicio y planteó lo que el CC Kirchner representa en tanto polémica de estos días recientes, con sus dificultades palpables y sus debates abiertos. Y también en tanto posibilidad de sostener la memoria poética y musical argentina, y sus vínculos con el resto de Latinoamérica. Los aplausos que recibieron estas ideas me llevaron a pensar que -por fortuna- nuestros poetas y nuestros músicos no se sintieron jamás parte de una factoría. Si los pioneros no hubiesen amado las tradiciones, habrían claudicado. Y no seríamos capaces de reconocer que, en el vientre de la ballena, el que suena es nuestro río.

Por Carlos Semorile.

domingo, 14 de junio de 2015

Gardelianos



El mejor termómetro para un recital es cuando el público sale cantando. Es lo que pasó anoche en el Teatro SHA cuando finalizó la presentación de “Gardeliano”. Escuché a varios hombres que silbaban, algunos otros tarareaban y había quienes hasta se animaban a cantar. Sin dudas, este fenómeno es mérito de Hernán Lucero: él hace tan lindas las canciones –las de Gardel, y también las otras- que uno se siente cantor y no reprime las ganas de entonar aquello de que “las horas que pasan ya no vuelven más”. Es verdad: lo respaldan unas guitarras deliciosas, una orquesta que es un lujo y unos arreglos impecables. Pero el secreto es que Lucero es el “cantor melodioso” del viejo barrio, con su voz plena y a la vez llena de matices, dulcísima para la poesía. O en esas maravillosas cumbres de ternura compartida con Florencia Bernales, cuando parecen cantar frente a “una ventana chica y sin reja”.

Pura música, así también podríamos narrar lo que fue la presentación de “Gardeliano”. No hubo proclamas, ni fatigosas explicaciones sobre lo que estábamos a punto de escuchar. Apenas un par de semblanzas sobre el homenajeado: Carriego diciéndole a Gardel que mejoraba al silencio, y Urondo llamándolo “Señor de los tristes”. Y unas palabras necesarias y justas de Guillermo Fernández sobre los tiempos que corren, antes de hacer “Caminito soleado” junto a Lucero y regalarnos otro dúo exquisito. Pura música criolla, gracias a un cantorazo que demuestra que es cierta la frase de Liliana Herrero: “Gardel es una voz que piensa la Patria”. Y Hernán Lucero lo refrenda con un homenaje “luminoso como un sol”. Generoso trabajo que nos abre las puertas a los que fuimos soñados o inventados “bajo el raudal de esplendores” de aquella voz amada desde siempre, y de esta otra que Gardel escucharía con placer.

Por Carlos Semorile.

Shantala para todas y todos



Son cuatro bebés, una nena y tres varones. Hay cuatro madres, tres futuras mamás (dos con embarazos casi a término), un futuro papá primerizo y muy participativo, y una instructora de Shantala con un muñeco entre las piernas. Con este particular “simulador”, la instructora se dispone a explicar un tradicional masaje para bebés que el médico Frédérik Leboyer vio hacer a una joven madre hindú llamada Shantala. Calcuta y Buenos Aires son tan distintas, pero los bebés y las mamás siguen siendo bebés y mamás (y papás), y por eso vale la pena conocer este masaje que les permite afianzar el vínculo sagrado que enlaza a los hijos con sus padres, y a los padres con sus criaturas.

En las clases de Shantala, advierte la instructora, suelen ocurrir imprevistos porque los bebés no pidieron -ni esperan- ser masajeados aquí y ahora. Sin embargo, si se los acostumbra, es muy probable que luego les plazca. La bebé del grupo, ya le pescó el deleite al asunto, y se deja modelar gozosa por las manos de su madre. Otro se deja un buen rato, pero luego se cansa y gatea, el tercero duerme y el cuarto llora pidiendo la teta. Las futuras mamás practican los movimientos con sendos muñecos, y el futuro papá con su muñeco, con su compañera y hasta consigo mismo. Nadie pierde el entusiasmo, ni los detalles de la técnica. Estamos ante el corazón de un arte milenario: ser padres.

Hay que decir que todo esto sucede en la Maternidad de Osperyh, la Obra Social del Sindicato Único de Trabajadores de Edificios de Renta y Horizontal, el SUTERH como se lo conoce popularmente. Apenas se ingresa al sector, hay un cuadro de Daniel Santoro que resume, como sólo él puede hacerlo, “los días más felices”. Unos pasos más allá, hay un maravilloso vitraux de Evita dándole su mamadera de leche al niño argentino. Escaleras arriba, la maternidad propiamente dicha es un santuario como pocas veces he visto en las afamadas clínicas que no se cansan de anunciar su hotelería cinco estrellas. Y en un amplio y acogedor salón, tiene lugar la clase de Shantala que ya termina.

La instructora les pide a los presentes que en una hoja escriban sus deseos para ese recién nacido o por nacer. Cada quien escribe una línea o dos, y pasa la hoja. Y cuando en el cierre se leen en voz alta estos anhelos, es como si pulsara un solo latir esperanzado, amoroso y tierno, que busca cobijar al hijo propio y al ajeno, al futuro por el que todos apostaron cuando decidieron amarse y multiplicarse. Es un momento de una extraña comunión entre madres que muy pronto serán reclamadas por pañales, mamaderas y horas de no sueño. Pero en ese instante, ellos son los padres de todos los bebés. Luego, como decía Martí, “hay un solo niño bello en el mundo y cada madre lo tiene”.

Por Carlos Semorile.

domingo, 7 de junio de 2015

El valsecito de Tipperary



Tipperary es un condado de Irlanda perteneciente a la provincia de Munster, al sur de la Isla. Allí, a fines del Siglo XVI, los ingleses llevaron a cabo uno de sus diabólicos experimentos imperiales: las llamadas “plantaciones”. Luego de cada insurrección de los nativos, la Corona de su Graciosa Majestad tomaba las tierras de quienes habían “entrado” en la rebelión y las ofrecía a súbditos ingleses para que “plantaran” allí sus familias. Pagando rentas muy bajas, y exceptuados de los impuestos habituales de exportación e importación, los “enterradores” –así se les llamaba- ocupaban las tierras de los irlandeses, pero además llegaban a imponer otras costumbres, otra religión y otra lengua.

Según cómo se mire, el experimento fue más o menos exitoso, y en la Primera Guerra Mundial muchos irlandeses cruzaron el charco para pelear bajo la bandera inglesa. Los batallones originarios de Munster, a su paso por Francia y Bélgica, popularizaron la canción “Hay un largo camino a Tipperary”, cuya melodía aparece en muchas pelis (La gran ilusión, Gallipolli) y, créase o no, es la misma que se canta en el Monumental: “River Plate, tu grato nombre”.

Pero Tipperary tuvo y tiene, acá en el Sur, unos versos y una música que hablan de ella. “Tommy´s bar, familiar y melancólico. El humo azul de los cigarros griegos dibujaba extrañas pesadillas. Duerme bajo los rostros fatigados del puerto. Es la alta noche, y el antiguo piano, bajo los dedos del pianista ciego entona la canción de Tipperary”. Esto escribió Héctor Pedro Blomberg (el de La Pulpera de Santa Lucía) y el Tata Cedrón le puso una música tan nuestra que el “Tommy´s bar” parece un piringundín del Bajo.

Si usted no me cree, o si me cree pero desea sentirlo por sí mismo, dése una vuelta los viernes por Chile 2080, y métase en El Puchero Misterioso, un espectáculo que recrea el espíritu de la poética de Raúl González Tuñón. Allí están los prestidigitadores de la Compañía Nacional de Autómatas La Musaranga, los reyes ricos del circo pobre. Y están las canciones del Cuarteto Cedrón, las de siempre y las recientes, esas que no pasan en las radios y que hasta ahora –con quién hay que hablar?- no han sido invitadas al CC Kirchner.

Y está la generosidad del Tata, siempre rodeado de jóvenes talentosos que aman nuestra cultura y se lanzan, también ellos, al rescate de escritores malditos. Esos que viven en anaqueles olvidados, como Elías Castelnuovo, el autor de “Larvas”, cuyos sufridos personajes anoche salieron del internado gracias a los muy buenos oficios del grupo “Piraña”. Y vuelve el Tata en esa parte del “después” del Puchero, y canta en guaraní o se detiene en casa mesa a compartir un guisito y a seguir puntualizando que un país no se hace sin sus poetas, sin sus pintores, sin sus músicos. Porque si no pasa lo de Tipperary, y terminás cantando en inglés y peleando batallas ajenas. Y nosotros, los del Sur, queremos vivir en paz, entonando valsecitos, tonadas, tangos y guaranias.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 3 de junio de 2015

Razón de vivir



(Foto: Graciela Sajavicius)

Quedaron muchas imágenes muy emotivas de la Plaza del 25, pero creo que esta es la más conmovedora de todas. En ella se resume una devoción laica que muchos sentimos cada vez que oímos la voz de Cristina. Ahí está, palpable, el silencio de cientos de miles que nos juntamos a escuchar a la única conductora que tiene esta Argentina renacida de sus cenizas. Es una estampa de los sufrimientos pasados, de un prodigioso presente que nos arranca lágrimas de dicha –“Cristina deshidrata”, dice una compañera sabia- y de las plegarias que elevamos para continuar por esta senda de reparaciones que necesitamos seguir transitando. Y, finalmente, también es un credo que nos permite decidir que seguiremos poniendo nuestra sabia en esta tierra.

Por Carlos Semorile.