miércoles, 29 de octubre de 2014

Noticias del futuro




La sociedad de consumo arrastra una profunda contradicción respecto a la niñez: por momentos, la sacraliza (los niños son lo mejor de la vida), pero al mismo tiempo la denigra y rebaja a ser un nicho de satisfacciones materiales. Es la misma sociedad que clama por la inocencia de las niñas secuestradas por un grupo fundamentalista (o cualquier otra barbarie por el estilo), pero pierde la calma cuando se trata de niños que no son sólo víctimas sino que además hacen algo como, por ejemplo, levantar una bandera. Para decirlo de una buena vez: los niños atendidos por Médicos sin Fronteras tienen buena prensa, pero los pibes palestinos arrojando piedras resultan incómodos. Cuando era un peque camporista, me regalaron un libro de fotos de los niños vietnamitas en armas y siempre tuve claro que esos pibes hacían, nada más y nada menos, lo que les tocaba hacer. Comparado con ellos, Casey es Binner.

Pero comparado con Sabsay, Casey es Cooke. No estoy pregonando su candidatura ni nada por el estilo. El tiempo dirá dónde se ubica el joven Casey, y dónde el adulto Casey, porque esta batalla es hasta el último día y creo que hay que ser morenistas y volver a promulgar el Decreto de Supresión de Honores para “tutti quanti”. Pero, mientras tanto, hay muchos Caseys dando vueltas por ahí, soñando ser presidentas, científicos, dirigentes, técnicas, etcétera, y esas esperanzas son noticias que nos llegan desde el futuro. Por fortuna, el porvenir no viene con niños armados ni con niñas secuestradas: el futuro llega de la mano de este cambio de mentalidad que le permite a un pibe proyectar la construcción del Peronismo para la Victoria. Estos botijas son hijos de esta década y, como suele decir el Tata Cedrón, “si aseguramos diez años más de Paka-Paka, les ganamos por goleada”.

“Toma este mundo, es tuyo. Te lo entrego.
El oficio de hombre es bello y duro.
La calle es ancha y larga.
Su frontera, el recuerdo y el olvido.
Sus horizontes, algo que vendrá.
No es puro idilio, no, pero es real y mágico.
Digno de ser vivido y defendido
y superado y transformado
y andado por caminos de amor hacia la aurora,
de los días risueños y en las tristes jornadas.
Y amado, amado, amado.
Toma este mundo. Te lo doy por nada.
Y pasarán las horas y las horas
y crecerán tus años. ¡Ay, que ninguna pena
destiña la amapola celeste de tus venas!”

Raúl González Tuñón
Poema para un niño que habla con las cosas
(Fragmento)

Por Carlos Semorile.

lunes, 27 de octubre de 2014

Ni un irlandés bueno



Anoche me desvelé viendo “Larga es la noche”, la notable peli de Carol Reed con James Mason y Kathleen Ryan. Mason es Jhonny Queen, un militante recién salido de la cárcel que quedará herido luego de un asalto para recaudar fondos para el IRA. Sus compañeros lo abandonan a su suerte, y JQ pasará la penosa jornada de su calvario por las calles de Belfast mientras todas las puertas se cierran a su paso. En las críticas se menciona que el miedo impide asilar o asistir al fugitivo, pero nada se dice del modo en que son retratados los irlandeses de a pie, comenzando por los propios compañeros del Sinn Féin que parecen incapaces de hacer una bien. Luego, están la madama delatora, las vecinas asustadas, el cochero y los bármans que no se quieren comprometer, los marginales que sólo piensan en sacar algún provecho y el cura que aspira a confesarlo antes de que las autoridades lo lleven al patíbulo.

Del otro lado, la eficiencia de la maquinaria policial inglesa que todo lo sabe y que siempre está un paso por delante de las intenciones de Kathleen, la enamorada de Jhonny que en su desesperación saldrá a buscarlo por la propia y terminará generando la única chance cierta de escape. Acá no se discuten los méritos del film en cuanto película de acción y drama personal, que es donde su director la quiso situar. Pero resulta que se pinta, además, una tragedia social en la cual, entre el alcohol y la falta de perspectivas colectivas, no se salva casi nadie. Así las cosas, podría pensarse que a los “paddys” –borrachos, pendencieros, gente sin honor y sin palabra- les conviene continuar bajo la tutela inglesa. El cine es un espejo, y algún día quisiera ver cómo fue que la larga noche de la ocupación británica –siete siglos- generó alcoholismo, desesperanza y buchones. Pero también rebeldes, mártires y patriotas en Éire.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Alumno, abrazad el árbol!



¿Sigue en pie el convite a hacer memoria sobre los años en el que el largo brazo de la Dictadura se hizo notar en nuestro querido colegio Vicente López? De ser así, interesa el recuerdo de mi amiga Sila, una ex alumna que vivió los coletazos de aquel período en el que la institución se pareció tanto a un “manicomio a cielo abierto”.

Con Sila nos conocemos hace un montón de años y, cosa curiosa, cada vez que sale el tema del “Vicente”, ella recuerda al profesor Crispino. Esta vez su remembranza fue motivada por la foto -casi sepia- del patio del colegio, y particularmente la presencia de aquellos árboles con sus troncos blanqueados a la cal, como todavía se estilaba a fines de los ´70. Pero, ¿qué tiene que ver la floresta con el docente de dibujo? Que Crispino los usaba como parte de su peculiar pedagogía: los alumnos sancionados debían salir al patio y permanecer abrazados a alguno de aquellos árboles hasta que sonara el timbre, o hasta que él decidiese el fin de la penitencia. “He visto a más de uno solito abrazando el verde”, dice Sila, que vivió la parte final del Proceso en las aulas. Le creo por mucho que me cueste, hoy, 2012, pensar que por ese patio pasaban profesoras, preceptores, personal de maestranza y otros alumnos, sin sentir nada extraño frente al espectáculo de los adolescentes arbóreos.

En esa “naturalidad” se cifra buena parte de la idea de país que la Dictadura esperaba conseguir aplicando sus recetas represivas: una mansedumbre a palos para los díscolos, acompañada por la imperturbable apatía del resto. No es extraño que venga a mi mente el título de un gran libro sociológico (“Internados”, de Erving Goffman), pues vivíamos en una suerte de manicomio, con la vida absolutamente reglada adentro y afuera de las instituciones. Una compañera, Mara, recuerda que “nos castigaban por cualquier estupidez y nos hacían quedar parados, y empezábamos a hacer ‘mmmmm’  (un sonido envolvente, monótono y en crescendo) para volver loco a Horacio” -nuestro preceptor-, lo cual no dejaba de ser una manera de devolverle la pelota, y la locura, a quienes nos enloquecían. Y esta misma compañera opina que, para los jóvenes de aquella generación, la frutilla de aquel postre se llamó Malvinas.

Debo decir que no fui a las Islas, pero viví la previa en una base aeronaval del sur bonaerense. Del período de instrucción propiamente dicho, no hay nada que pueda decir que ya no haya sido dicho o circulado de tantas formas. De modo que hasta “el incidente Davidoff” todo transcurrió en ese mar de canalladas, despersonalización y humillaciones que caracterizaron a esa y cualquier otra “colimba”. Lo sucedido en las Georgias del Sur (antecedente inmediato del conflicto, motorizado por la armada y la derecha británicas y por el influyente monopolio de las islas -la Falkland Islands Company-), hizo que empezaran a tratarnos como personas. Bueno, es un decir, hasta ahí nomás... Podíamos, por ejemplo, leer los diarios y comprar algunas golosinas en un espacio que había permanecido siempre cerrado y que comenzó a funcionar como bufete. Lo más increíble del asunto es que lo hacíamos con nuestro propio dinero, pues mágicamente apareció la guita y empezaron a pagar los salarios atrasados que ya dábamos por perdidos. Pasados unos días, nos sorprendió la noticia de que habíamos recuperado las Malvinas y que nosotros seríamos parte de la Historia grande de la Patria. Si efectivamente se buscó transmitirnos entusiasmo mediante la arenga en la formación, éste no duró demasiado. Horas más tarde, mientras cumplía mi turno como imaginaria, me topé con una escena penosa: cuatro suboficiales comentaban la posibilidad cierta de ir a la guerra, y se turnaban para consolarse y llorar. Como si se tratase de un ensayo de lo que luego se daría a gran escala, quienes habían sido nuestros verdugos reculaban ahora ante una fuerza mayor. Por pudor, me di la vuelta y regresé sobre mis pasos, pero lo mismo podría haberme quedado en aquel tinglado desolado porque estaban tan desolados que nunca advirtieron mi presencia.

Sin embargo, este segundo manicomio recuperó enseguida su fisonomía habitual de jerarquías y dislates. Por lo pronto, la parroquia de la base recuperó a los infieles que la tenían abandonada y que ahora (como en los versos de Machado) se volvían grandes rezadores. Pero, en lo profundo, todo seguía igual. Por esos días, nos llevaron a los hangares y por fin conocimos los hermosos aviones que sólo habíamos oído y visto de lejos. Estaban pintados en azules, verdes y naranjas, como para una exhibición, y nos tocaba despintarlos para que luego fuesen convenientemente camuflados. Lo ridículo del caso era que debíamos quitarles la potente pintura para avión mediante lijas de pared, totalmente inadecuadas para la faena. Cada conscripto tenía una única lija que debía hacer durar a lo largo de todo el día, para lo cual debíamos empaparlas en una latita llena de agua. Pero no nos permitían sacar el líquido del propio hangar sino que debíamos buscarlo a cientos de metros de allí, para luego subirnos -nosotros y nuestros tachitos- a las escaleras que nos permitían treparnos a los aviones. A esa altura del recorrido, ya no nos quedaba demasiada agua que digamos. Se trataba, ni más ni menos, que de “la lógica del adolescente arbóreo”: un desatino sólo comprensible por el deseo de disciplinar a la tropa. Dicho de otra manera: quien abrazó árboles compulsivamente (y todos, de un modo u otro, lo hicimos), quedaba “formateado” para cumplir órdenes igualmente absurdas.

La guerra estuvo llena de ellas (opacando los heroísmos que nutren la mística y la historia de los pueblos). La derrota dio paso a un tiempo de cambio y de lucha. Se organizaron la Multipartidaria y también las Juventudes Políticas, y ambas fuerzas protagonizaron jornadas memorables para terminar de voltear a la Dictadura. Finalmente, tuvimos una democracia bastante tutelada, no demasiado parecida a las esperanzas que habíamos depositado en ella. Los efectos perniciosos del período militar estaban aún en el aire que respirábamos cada día. Será por eso que recuerdo el instante en que sentí que el Proceso comenzaba a quedar en el pasado. Iba cruzando una importante avenida cuando un policía llamó la atención de un padre de familia por alguna supuesta falta que cometía como peatón. Lo normal hubiese sido quedarse en el molde y darle la razón al cana. Pero este hombre lo enfrentó, y comenzó a los gritos una discusión de igual a igual con el uniformado. El poli, cada vez más caliente, amenazó con llevárselo preso, pero la réplica del ciudadano lo dejó petrificado: “Ya no podés hacer lo que se te canta. La Dictadura se acabó. ¿Entendés? Se acabó”. Faltó el aplauso de quienes fuimos ocasionales testigos del encontronazo. Pero, y esto lo recuerdo tan bien como lo anterior, ganas no faltaron. Entre todos, estábamos abriendo las puertas del manicomio.

Por Carlos Semorile.

Salchicha al horno



Una camada de jóvenes inquietos del Vicente López andan buceando en la memoria del tiempo infame. Ellos son, día a día, sujetos de derecho, y se me ocurre que nosotros, que no tuvimos épica ni heroísmos, al menos podemos contarles cómo se articuló la microfísica del miedo en el Colegio. Y tal vez, como en este relato, alguna pincelada de los contados instantes radiantes y justos que vivimos.

En las vacaciones de verano de 1976, mi viejo me llevó a la casa de una amiga suya cuyos críos iban al Nacional de Vicente López. Su intención era que perdiera el miedo a la transición y al cambio de colegio (de la primaria a la secundaria, y de un privado a un público), confraternizando con los hijos varones de esta mujer. Los pibes eran dos vagos divinos, militantes de la Juventud Peronista que habían protagonizado las tomas del “Vicente” en los años ´74 y ´75. Uno de ellos estaba a punto de recibirse y el otro era un año más grande que yo -aunque estaba mucho más curtido-, pero enseguida me adoptaron como un hermano menor al que se proponían enseñarle un montón de salvajadas, amén de peronizarme al calor de las luchas que vendrían. Pero nada de eso sucedió. En marzo fue el golpe, un día tan anunciado que cuando fui al almacén volví con la sensación de que algunos vecinos apacibles ahora se sentían aliviados. Por el contrario, mi padre -ya enfermo-, sumaba preocupaciones. Nos iba a dejar, y el mundo iba a ser un lugar mucho peor. 

En mi ya nebulosa memoria, empezamos las clases dos veces, la primera como comedia y la segunda como tragedia. Seguramente, hubo un solo comienzo, y desde el inicio nos dijeron claramente que “la joda” había terminado. Las autoridades escolares eran explícitas, como era explícito todo por aquella época: daba inicio el proceso de “reorganización nacional” y estas palabras podían ser cualquiera cosa menos fruto de la casualidad. Quiero decir: éramos sujetos pasibles de dicha “reorganización” y si alguien traía algún germen revulsivo, era mejor que lo dejara en la puerta donde los preceptores te controlaban el largo del cabello, y a las compañeras el de las polleras. ¿Es una obviedad esto que escribo? No tanto: las chicas de las generaciones anteriores a la nuestra usaban pantalones y los muchachos distintos tipos de abrigos, no esos pobrecitos sacos azules con los que debimos atravesar los inviernos. Y eso era lo de menos. Con los hijos de la amiga de mi padre nunca volvimos a cruzar palabra: era una manera de no delatarnos las historias.

Los años que siguieron fueron, en alguna medida no menor, “cuartelarios”. Quiero decir: estuvieron signados por la disciplina. Nos disciplinaban desde la rectora hasta los profesores de gimnasia (éstos, con verdadera saña), pasando por el cuerpo de profesores y la marca más personalizada y por momentos obsesiva de los preceptores. Sería injusto meter a todos en la misma bolsa, pero la norma era, justamente, que nos “normativizáramos” sin chistar. En aquel período, parte de la sobrevivencia consistía en distinguir los grises, saber con quien eran más laxos los límites y con quienes había que andar al trote. Las buenas minas, y las turras. Los buenos tipos, y los soretes.

Esta historia trata de uno de estos últimos, uno de los peores verdugos que tuvimos. Cuando entramos al Nacional, el tipo no estaba. Lo trajeron después, como si la marea de desdichas de ese tiempo desventurado lo hubiese arrastrado hasta nuestro patio. De entrada nomás, el fulano se presentó como un patotero que se complacía en ser un jodido. Estoy tentado de pensar que cumplía instrucciones precisas, pero sería injusto con el alma retorcida de este mal nacido: él gozaba con el daño, poco o mucho, que lograba causar en sus semejantes. Lo nimio, lo chiquito, lo ínfimo, estaba sujeto a su inspección metódica y a su voracidad sancionadora. Un día nos enteramos que la imaginación popular lo había bautizado como “Salchicha”. El apodo le cabía, lo pintaba en su anhelo de ser un bulldog y, a la vez, en su realidad de pertenecer a lo más bajo de la escala perruna. ¡Pero cómo ladraba! Sus aullidos se fueron haciendo célebres, aunque para todos (sobre todo a medida que íbamos creciendo) estaba claro que en un mano a mano estaba condenado, y lo sabía. Su “autoridad” dependía directa e inexorablemente de la cobertura que le llegaba de las más altas esferas. Dicho en criollo: era el protegido de la rectora.

Llegó el ´79, y cursábamos el cuarto año en el segundo piso: saliendo de la escalera, al fondo a la izquierda. Uno de nuestros pasatiempos favoritos consistía en balconear durante los recreos. Desde nuestra posición privilegiada, chusmeábamos partes de los dos patios y la entrada al buffet. Uno de esos días de chismorreo nos llevamos la más grata de las sorpresas. Empezó como un rumor que venia del patio grande, y que crecía a medida que una pequeña multitud se acercaba al merendero. Una banda de muchachos de quinto, entre chanzas y empujoncitos, lo iba llevando a Salchicha hacia el matadero: unos metros y unos escalones más abajo lo esperaban los varones de todos los quintos años de la mañana para cobrarle todas y cada una de sus maldades. Desde el segundo piso no dábamos crédito a lo que estaba por suceder. Entre los que abrazaban falsamente a Salchicha como a un amigo de toda la vida, estaba mi cuate de la Jotapé, que alcanzó a guiñarme un ojo mientras le doraba la píldora al infeliz. Pero algo hubo que hizo que Salchicha advirtiera que, allá adentro, lo esperaba la pira del sacrificio. Y entonces le salieron ventosas en las manos, y lo vimos sudar a mares mientras se aferraba como un poseso a las paredes. Los muchachos que hasta ese momento lo iban llevando como “de paseo”, comenzaron a meterle prisa al asunto, y desde los balcones los acompañábamos con los clásicos cantitos destinados a los hijos de puta. El clima era, lisa y llanamente, de linchamiento. Gozábamos por anticipado de la paliza que se iba a comer Salchicha: tres o cuatro años bajo su férula, y la de tantos y tantas otras, nos habían bestializado a nosotros también.

Lo salvó su madre postiza. La rectora, con los reflejos intactos, salió disparada de su despacho del edificio viejo y evitó que lo masacraran. Mejor así. Eso sí, hubo sanciones a granel y un intento desesperado por volver al statu quo. Pero las cosas no volvieron a ser iguales después de aquella jornada. En general, los amos de la mano dura se anduvieron con más cuidado y Salchicha, en particular, ya no volvió a ser el que había sido. Se acabaron sus orondas rondas de botón prepotente, y a partir de ahí siempre se lo vio caminar apurado, como si buscase a tientas sus extraviadas prácticas pusilánimes. Suficiente castigo para quien, por debajo de la cáscara y de la protección que le daba la impunidad, valía tan poca cosa.

Por Carlos Semorile.

Oda a mi generación



(Escribo estas líneas horas antes de la colocación de la baldosa en homenaje a los estudiantes del Colegio Nacional Vicente López desaparecidos y asesinados por el Terrorismo de Estado. Sin saberlo, fuimos sus contemporáneos: una breve brecha de dos o tres años nos separó de ellos en términos generacionales y, acaso, nos salvó la vida. Creo que cada horneada de jóvenes argentinos reinicia el camino y vuelve sobre los pasos truncos de sus antecesoras. La del ´63 también lo hizo, pero una parte nuestra quedó congelada con la “desmalvinización”, y otra parte quedó fisurada después del lamentable “felices pascuas” y todas sus jodidas consecuencias. Sin embargo, una foto sobre mi escritorio, me impele a rescatar dos o tres cosas: algunas quimeras, un tiempo efímero pero cierto de grandes esperanzas, la entrega apasionada en los amores, y el calor perdurable de tantos amigos buenos). 

Cada uno a su modo, los tres sonríen. Michael con los ojos, Sandra mientras parece decir algo, y Sergio bajo esos bigotes de galán dominguero. Los rodea esa primera soledad de los días destemplados, pero ellos llenan la Plaza Dorrego con su amistad y sus ganas de hacer fotografía, teatro, acrobacia, y también, y por qué no, cine, militancias, lecturas, antropología, novias/novios, psicoanálisis, viajar, irse a vivir solos. Hace años, conversando con una vieja amiga decíamos que la nuestra había sido la última generación argentina en animarse a desear. Por fortuna, el tiempo no nos dio la razón y una nueva camada de pibes están buscando y haciendo cientos de cosas. El contexto los acompaña y los cobija, algo que nosotros no tuvimos: desde 1976, la secundaria fue poco menos que un reformatorio, y de ahí pasamos al desquiciado mundo de los cuarteles que terminó como terminó en Malvinas.

Desde mediados del ´82 ya militaba en la Fede, y el 16 de diciembre me crucé con el otro Carlos camino a la Marcha de la Multipartidaria. Pese al yeso en su pierna, se vino conmigo con sus muletas a cuestas. El clima, festivo al inicio, se fue espesando al correr de las horas. Cuando la columna iba a cruzar Chacabuco, la milicada furiosa se nos vino encima. En el desbande, atinamos a no separarnos y alcanzamos a colarnos en una puerta que se cerró apenas la traspasamos. Era uno de esos típicos edificios de la Avenida de Mayo, y en sus amplias escaleras se reponían toda clase de amparados. Una pareja de homosexuales –la misma que había abierto la hendija providencial- recorría la fila con botellas de agua, y asistía a los heridos y contusos. El yeso de Carlos nos dio paso al derpa de estos muchachos: desde el ventanal, se veían decenas de zapatillas y zapatos impares sobre la avenida iluminada y desierta.

Más de un año antes, y gracias al empeño de Víctor Watnik, habíamos sido testigos alucinados de las primeras funciones de Teatro Abierto y, luego del incendio del Picadero, estuvimos en las desbordadas funciones del Tabarís, y demás salas. Eran obras maravillosas, y éramos un público ávido de esos textos que sugerían todo lo que no terminaban de decir.  Pasar de este fervor a la colimba no resultó sencillo pero, dentro de las posibilidades comunicacionales de aquellos tiempos, siempre tratamos de saber unos de otros. Hacia el final de la Dictadura, militábamos en distintos partidos pero –también en ésta- supimos acompañarnos; una peña, al fin y al cabo, no se le niega a nadie, y ahí andábamos, abrazados a nuestras ganas de bailar todos los huaynos, carnavalitos y taquiraris. Y así, guapacheando, nacieron amistades, noviazgos y amores que, en buena hora, nos marcaron la vida.

Teníamos pelos por todas partes, rulos inconmensurables y los hombres íbamos barbados como profetas. Nos acogían algunas madres solidarias en cuyas casas nacieron proyectos que, siendo de algunos, lo eran de todos. Fernando piloteaba un cessna, Sandra y Sergio ensayaban para las muestras del Conservatorio, y Carlos y Michael salieron con sus mochilas rumbo a Bolivia y Perú, sin fecha precisa de retorno. Había conciertos en las facultades, proyecciones de cine en las calles, y en “El Goce Pagano” teníamos la dicha de ponernos chéveres con Fontova y sus Sobrinos. Siempre, claro, seguimos movilizados por distintas cosas. Fuimos parte del “Siluetazo”, marchamos con las Juventudes Políticas, dejamos el alma en la campaña de 1983, y salimos a bancar la Democracia hasta que Alfonsín nos dijo “la casa está en orden”. Ese día de mierda nos tocó a nosotros irnos de la Plaza masticando impotencias.

Hasta ahí llegaron los sueños y, en el mismo punto, comenzaron las pesadillas. Un tiempo de agachadas y retrocesos que nadie merecía y que, de alguna manera, persiguió con saña las esperanzas de todos nosotros. Yo no sé si la suma de todos estos fragmentos dispersos alcanza para hacer la crónica de nuestra generación. Me parece que no. La falta de elementos cohesionantes nos desperdigó más de la cuenta. Pese a ello, conseguimos mantenernos unidos o cuando menos ligados de una forma y otra. Y eso fue sólo mérito nuestro. Fuimos testigos y padrinos de bodas y nacimientos, nos asistimos en operaciones, partos y velorios, y nos ayudamos a reunirnos con amigos perdidos y con amadas inolvidables. Nos quisimos y nos queremos de todas las maneras posibles, y todavía somos capaces de correr la mesa e improvisar un baile que celebre este cariño bonito y nuestro gran amor a la vida.

Por Carlos Semorile.

lunes, 20 de octubre de 2014

El despegue



Considérelo más allá de todo partidismo. Sea capaz de verlo como una acción objetiva, y reflexione si el Arsat-1 no representa un giro copernicano en términos de ciencia y técnica argentinas. Véalo desde una perspectiva nacional, y luego dígame si vale la pena seguir repitiendo aquello de que “este es un país de m…”. Recuérdese a sí mismo frente a la tele cuando el alunizaje del Apolo 11 y, si fue niño en 1969, rememore los horizontes que de un solo golpe tuvo frente a sus ojos. Piense ahora en los pibes argentinos que hace apenas unos días vieron el lanzamiento de un satélite nuestro, e imagínese las esperanzas y los sueños que pueden albergar sus tiernos corazones. Recapacite, además, que para esos críos –y para muchos otros por venir- ya no se tratará de quimeras sino de palpables realidades. Ahora, haga un último esfuerzo y confíe que en este despegue se cifra buena parte de nuestro futuro.

Por Carlos Semorile.

jueves, 16 de octubre de 2014

Octubre!!!


Plegaria de amor argentino: "Porque alguna vez pusimos las patas en la fuente, hoy tocamos el cielo con las manos"!!!
Carlos Semorile.