Cuando la Revolución de Mayo estaba apenas recién
nacida y comenzaba a mostrar de lo que podía ser capaz si lograba afirmarse y
perdurar, desde Lima el Virrey José Fernando de Abascal buscaba darle en la
matadura a los jóvenes –y nóveles- gobernantes: “Los americanos son hombres
destinados a vegetar en la oscuridad y el abatimiento”. El secretario Mariano
Moreno se encargó de refutar cada uno de los argumentos del capitoste
absolutista: “El gran escollo que no ha podido vencer la resignación de
nuestros émulos es que los hijos del país entren al gobierno superior de estas
provincias. Sorprendidos de novedad tan extraña, creen trastornada la
naturaleza misma y empeñándose en sostener nuestro abatimiento antiguo como un
deber de nuestra condición, provocan la guerra y el exterminio contra unos
hombres que han querido aspirar al mando contra las leyes que los condenaban a
perpetua obediencia”. Y contraatacaba
apuntando a uno de los puntos más sensibles, el de la supuesta incapacidad de
los nativos: “El gobierno antiguo nos había condenado a vegetar en la oscuridad
y el abatimiento, pero como la naturaleza nos había creado para grandes cosas,
hemos empezado a obrarlas”. El profe Norberto Galasso refiere que el manifiesto
del godo Abascal –además de jodido en sus intenciones menospreciativas- tenía
errores gramaticales, y que Moreno se las señaló, con dosis parejas de ironía y
de felpeada política: “Estos vergonzosos errores en el idioma me recuerdan el
axioma con que la gente del país describe el aturdimiento de un hombre asustado
del cual dicen que ‘se le ha acabado el castellano’ y no es extraño que se
‘acabe el castellano’ a quien no ve muy duradero su virreynato”.
Antes que Moreno, otro americano había resumido en
cuatro palabras los efectos de la dependencia de la Corona: “ingratitud,
injusticia, servidumbre y desolación”. El investigador Esteban de Gori dice que
este arequipeño, el jesuita expulsado Juan Pablo Viscardo y Guzmán, fue aún más
lejos aún al señalar que el absolutismo perpetuaba la “minoridad” de los
españoles americanos a quienes no se les permitía gobernarse a sí mismos.
Autogobernarse implicaba, en los hechos, cambiar de estado y que, para salir de
aquella impuesta “minoridad”, los revolucionarios –según Javier Fernández Sebastián-
tuvieron que “revolucionar la lengua, dotando de nuevos sentidos a las viejas
palabras y creando neologismos adaptados a las nuevas necesidades expresivas y,
al mismo tiempo, capaces de cimentar los nuevos proyectos e instituciones que
se trataba de construir. Se iniciaba una encarnizada guerra semántica por la
apropiación del lenguaje que, con altibajos y avatares muy diversos, no ha
cesado en los últimos doscientos años”.
Retengamos esta idea de que la “encarnizada guerra
semántica por la apropiación del lenguaje (…) no ha cesado en los últimos
doscientos años”, y consideremos ahora la figura de Arturo Jauretche, un hombre
que fue capaz de dotar de “nuevos sentidos a las viejas palabras” (“cipayo”), y
de crear “neologismos adaptados a las nuevas necesidades expresivas” (“vendepatria”
o “intelligentzia”). Traemos aquí a Jauretche, no sólo porque vuelve evidente
que los revolucionarios americanos no
han cesado de “revolucionar la lengua” a lo largo del Bicentenario de nuestra
emancipación, sino para leer su mirada del Peronismo como una batalla entre la
mayoría de edad de la soberanía, versus la “minoridad” de la dependencia: “La
Argentina se estaba poniendo los pantalones largos y los viejos sectores
dominantes se empeñaban en mantener al “nene” con los pantalones cortos (…) El
17 de octubre, más que representar la victoria de una clase, es la presencia
del nuevo país con su vanguardia más combatiente y que más pronto tomó contacto
con la realidad propia, por carecer de los factores limitativos de la
comprensión histórica que operan desde la superestructura cultural del
coloniaje (…) El hecho fundamental fue la multitud que ya no se irá de la
historia, por más que se empeñen en ponerle los pantalones cortos al país nuevo”.
Como profetizaba Jauretche, la multitud ya no se fue
de la historia, pero el proyecto liberal –tras cincuenta años de masacres,
hambre y desempleo- logró volver a “minorizar” a la Argentina en todos los
sentidos: un país más chico y para pocos, con las grandes mayorías condenadas
“a vegetar en la oscuridad y el abatimiento”, y el enanismo de una clase
dirigente tan asustada que se le “acabó el castellano” y no quiso, no supo o no
pudo recrear “las nuevas necesidades expresivas (…) capaces de cimentar los
nuevos proyectos e instituciones que se trataba de construir”.
Si el amable lector no se impacienta, vamos a dar un
rodeo más para terminar de cerrar este escrito y no perder en el camino ninguna
de sus posibles derivaciones. Volvamos, entonces, a De Gori cuando plantea que
la etapa emancipatoria estuvo signada no sólo por “querellas, conflictos y
luchas, sino también por lazos de amistad cultivados en ámbitos de sociabilidad
política anteriores a la revolución o en el mismo momento en que ésta se estaba
desarrollando”. Esta fraternidad de los revolucionarios crea, necesariamente,
un “nosotros” separado de los “otros” pero, más sustantivamente, “entra en el
lenguaje como respuesta a la interpretación de un tiempo anterior como un mundo
plagado de egoísmo, opresiones y desigualdades. Es decir, imágenes de un mundo
más cercanas al fratricidio”. Y este “proceso de identificación y consideración
como hermanos en un proyecto o en una causa” -causa que recuperaba “las ideas
de bien común (…) e interés general sobre lo particular”-, dejó sus huellas “en diversas cartas y
esquelas que publicó el historiador Vicente Fidel López". “Estas cartas perdidas,
muchas de ellas firmadas con simples iniciales, develan las maneras en que se
desplegaba una trama de afectos y fraternidades. Su recuperación permite
conocer esas biografías perdidas, despedazadas por el tiempo, pero a través de
las cuales es posible indagar las energías sociales que recorrieron la
revolución rioplatense”. Podríamos decir, en principio, dos cosas: que el entramado
de la fraternidad política no “ha cesado en los últimos doscientos años”, y que
durante el mismo período esa trama tampoco dejó de ser perseguida por la mano
fratricida de los sembradores de “ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación”.
Como dice Antonia García Castro: entre los objetivos de la feroz represión de
los años ´70, “tal vez no haya sido el más anecdótico el que consistió en
destruir cierta forma de actuar en conjunto, de sentirse parte de un grupo, de
un “nosotros”. Es decir cierta modalidad de la amistad. Por lo cual, también se
podría medir los destrozos que provocó la última dictadura militar en la
Argentina teniendo en cuenta lo que aconteció de las amistades, no sólo de los
amigos”.
Teniendo bien fresquitas estas líneas precedentes, es
casi imposible no concluir que cuando la Presidenta afirma que “la Patria es el
Otro” estamos en presencia de una revolución de la lengua política argentina
que reemplaza el fratricidio por la fraternidad, y lo hace en un marco de creciente
justicia social. Al igual que Moreno –y al igual que Néstor-, Cristina está
convencida de que la naturaleza nos ha “creado para grandes cosas (y) hemos
empezado a obrarlas”. Lo cual supone abandonar la “perpetua obediencia” a los
poderes fácticos, y asumir la “mayoría de edad” en el más amplio y abarcativo
sentido político del término, entendido como independencia económica y
soberanía política. “Sorprendidos de novedad tan extraña”, el buitrismo de
afuera y de adentro se empeña en “sostener nuestro abatimiento antiguo como un
deber de nuestra condición”. Como dijera Moreno: no ven “muy duradero su
virreynato”. Y si, además, esas negociaciones las lleva adelante un ministro
solvente, brillante y joven, el viejo país –que tan mal se ha llevado siempre con
la juventud y que tantas generaciones sacrificó en el altar de sus privilegios-
pone el grito en el cielo.
Con una o con ambas manos en el corazón, tanto propios
como extraños reconocen que no hay otra figura política que sea capaz, como lo
es Cristina, de producir, sostener y profundizar esta triple revolución del
lenguaje comunitario nacional que nos permite adquirir clara conciencia de que
somos capaces de emanciparnos porque tenemos ideas propias y la capacidad de
llevarlas adelante. Nadie más que la Presidenta habla la lengua de la
emancipación, el pensamiento nacional y la responsabilidad de ser dueños de
nuestro destino. Y mientras no decidamos quien tomará el timón de este barco
para seguir llevándolo a buen puerto, es natural y hasta sano que, de diversos
modos, nos manifestemos angustiados. Porque, como dijo el poeta, “la angustia
es el precio de ser uno mismo”. Y eso es lo que venimos siendo desde el 2003, y
lo que no debemos dejar de ser más nunca: nosotros mismos.
Por Carlos Semorile.