Una camada
de jóvenes inquietos del Vicente López andan buceando en la memoria del tiempo
infame. Ellos son, día a día, sujetos de derecho, y se me ocurre que nosotros,
que no tuvimos épica ni heroísmos, al menos podemos contarles cómo se articuló
la microfísica del miedo en el Colegio. Y tal vez, como en este relato, alguna
pincelada de los contados instantes radiantes y justos que vivimos.
En las vacaciones de verano de 1976, mi viejo me
llevó a la casa de una amiga suya cuyos críos iban al Nacional de Vicente López.
Su intención era que perdiera el miedo a la transición y al cambio de colegio
(de la primaria a la secundaria, y de un privado a un público),
confraternizando con los hijos varones de esta mujer. Los pibes eran dos vagos
divinos, militantes de la Juventud Peronista que habían protagonizado las tomas
del “Vicente” en los años ´74 y ´75. Uno de ellos estaba a punto de recibirse y
el otro era un año más grande que yo -aunque estaba mucho más curtido-, pero
enseguida me adoptaron como un hermano menor al que se proponían enseñarle un
montón de salvajadas, amén de peronizarme al calor de las luchas que vendrían.
Pero nada de eso sucedió. En marzo fue el golpe, un día tan anunciado que
cuando fui al almacén volví con la sensación de que algunos vecinos apacibles
ahora se sentían aliviados. Por el contrario, mi padre -ya enfermo-, sumaba
preocupaciones. Nos iba a dejar, y el mundo iba a ser un lugar mucho peor.
En mi ya nebulosa memoria, empezamos las clases dos
veces, la primera como comedia y la segunda como tragedia. Seguramente, hubo un
solo comienzo, y desde el inicio nos dijeron claramente que “la joda” había
terminado. Las autoridades escolares eran explícitas, como era explícito todo
por aquella época: daba inicio el proceso de “reorganización nacional” y estas
palabras podían ser cualquiera cosa menos fruto de la casualidad. Quiero decir:
éramos sujetos pasibles de dicha “reorganización” y si alguien traía algún
germen revulsivo, era mejor que lo dejara en la puerta donde los preceptores te
controlaban el largo del cabello, y a las compañeras el de las polleras. ¿Es una
obviedad esto que escribo? No tanto: las chicas de las generaciones anteriores
a la nuestra usaban pantalones y los muchachos distintos tipos de abrigos, no
esos pobrecitos sacos azules con los que debimos atravesar los inviernos. Y eso
era lo de menos. Con los hijos de la amiga de mi padre nunca volvimos a cruzar
palabra: era una manera de no delatarnos las historias.
Los años que siguieron fueron, en alguna medida no
menor, “cuartelarios”. Quiero decir: estuvieron signados por la disciplina. Nos
disciplinaban desde la rectora hasta los profesores de gimnasia (éstos, con
verdadera saña), pasando por el cuerpo de profesores y la marca más personalizada
y por momentos obsesiva de los preceptores. Sería injusto meter a todos en la
misma bolsa, pero la norma era, justamente, que nos “normativizáramos” sin
chistar. En aquel período, parte de la sobrevivencia consistía en distinguir
los grises, saber con quien eran más laxos los límites y con quienes había que
andar al trote. Las buenas minas, y las turras. Los buenos tipos, y los soretes.
Esta historia trata de uno de estos últimos, uno de
los peores verdugos que tuvimos. Cuando entramos al Nacional, el tipo no
estaba. Lo trajeron después, como si la marea de desdichas de ese tiempo desventurado
lo hubiese arrastrado hasta nuestro patio. De entrada nomás, el fulano se
presentó como un patotero que se complacía en ser un jodido. Estoy tentado de
pensar que cumplía instrucciones precisas, pero sería injusto con el alma
retorcida de este mal nacido: él gozaba con el daño, poco o mucho, que lograba
causar en sus semejantes. Lo nimio, lo chiquito, lo ínfimo, estaba sujeto a su
inspección metódica y a su voracidad sancionadora. Un día nos enteramos que la
imaginación popular lo había bautizado como “Salchicha”. El apodo le cabía, lo
pintaba en su anhelo de ser un bulldog y, a la vez, en su realidad de
pertenecer a lo más bajo de la escala perruna. ¡Pero cómo ladraba! Sus aullidos
se fueron haciendo célebres, aunque para todos (sobre todo a medida que íbamos
creciendo) estaba claro que en un mano a mano estaba condenado, y lo sabía. Su
“autoridad” dependía directa e inexorablemente de la cobertura que le llegaba
de las más altas esferas. Dicho en criollo: era el protegido de la rectora.
Llegó el ´79, y cursábamos el cuarto año en el
segundo piso: saliendo de la escalera, al fondo a la izquierda. Uno de nuestros
pasatiempos favoritos consistía en balconear durante los recreos. Desde nuestra
posición privilegiada, chusmeábamos partes de los dos patios y la entrada al
buffet. Uno de esos días de chismorreo nos llevamos la más grata de las
sorpresas. Empezó como un rumor que venia del patio grande, y que crecía a
medida que una pequeña multitud se acercaba al merendero. Una banda de
muchachos de quinto, entre chanzas y empujoncitos, lo iba llevando a Salchicha
hacia el matadero: unos metros y unos escalones más abajo lo esperaban los
varones de todos los quintos años de la mañana para cobrarle todas y cada una
de sus maldades. Desde el segundo piso no dábamos crédito a lo que estaba por
suceder. Entre los que abrazaban falsamente a Salchicha como a un amigo de toda
la vida, estaba mi cuate de la Jotapé, que alcanzó a guiñarme un ojo mientras
le doraba la píldora al infeliz. Pero algo hubo que hizo que Salchicha
advirtiera que, allá adentro, lo esperaba la pira del sacrificio. Y entonces le
salieron ventosas en las manos, y lo vimos sudar a mares mientras se aferraba
como un poseso a las paredes. Los muchachos que hasta ese momento lo iban
llevando como “de paseo”, comenzaron a meterle prisa al asunto, y desde los
balcones los acompañábamos con los clásicos cantitos destinados a los hijos de
puta. El clima era, lisa y llanamente, de linchamiento. Gozábamos por
anticipado de la paliza que se iba a comer Salchicha: tres o cuatro años bajo
su férula, y la de tantos y tantas otras, nos habían bestializado a nosotros
también.
Lo salvó su madre postiza. La rectora, con los
reflejos intactos, salió disparada de su despacho del edificio viejo y evitó
que lo masacraran. Mejor así. Eso sí, hubo sanciones a granel y un intento
desesperado por volver al statu quo. Pero las cosas no volvieron a ser iguales
después de aquella jornada. En general, los amos de la mano dura se anduvieron
con más cuidado y Salchicha, en particular, ya no volvió a ser el que había
sido. Se acabaron sus orondas rondas de botón prepotente, y a partir de ahí siempre
se lo vio caminar apurado, como si buscase a tientas sus extraviadas prácticas pusilánimes.
Suficiente castigo para quien, por debajo de la cáscara y de la protección que
le daba la impunidad, valía tan poca cosa.
Por Carlos Semorile.