En estos días de operetas mediáticas y “periodismos
sin fronteras”, he recordado -quizás como nunca antes- las palabras que solía
repetir uno de mis tíos: “Hay que esforzarse por llegar a ser contemporáneos de
la historia que nos toca vivir”. Con toda una deriva de lucha a cuestas, seguía
pensando que era crucial estar a la altura de las circunstancias históricas que
moldean las vidas de los hombres. Sabía que las distracciones y las medianías
terminan colaborando con el lado sombrío de la existencia, y que del cielo de
los poderosos diluvian argumentos para darle la espalda al presente y al porvenir.
Así narrado, pudiera pensarse que fue un hombre áspero, cuando en verdad fue un
jodón y casi un sibarita, sólo que pretendía que la mesa de los placeres
estuviese servida para todos.
Esta evocación suya, me trajo otra, la de un escrito
de Albert Camus sobre el compromiso: “Para
corregir una indiferencia natural, me encontré situado a media distancia entre
la miseria y el sol. La miseria me impidió cree que todo está bien bajo el sol
y en la historia. El sol me enseñó que la historia no lo es todo”. Así las
cosas, en lugar de la consabida “indiferencia” hay una tensión y, a la vez, la
promesa de un mundo donde todo pueda ser usufructuado sin herejías. Porque,
para Camus, tener presente la historia no debería ahogar la sensualidad; y el
sol, ese caldero irreflexivo de placer, no debería omitir la comunión entre los
hombres justos.
No es el caso de los dizque jóvenes de Harvard
(gauchos grandes, en realidad), un puñado de egoístas irredentos a los que ni
se les pasa por la cabeza que allá afuera exista un otro, un distinto. Un
matancero, por ejemplo. Entre nosotros, el problema es de larga data, tanta que
José Hernández puso en boca de su famoso Moreno la siguiente advertencia: “Bajo la frente más negra, hay pensamientos
y hay vida”. Nunca lo creyeron así las clases acomodadas que, bajo el falso
dilema entre la civilización y la barbarie, prohijaron, promovieron y aplaudieron
todas las masacres en las que pueblo puso su carne y su sangre. Porque cada vez
que el civilizado se adentra en “el corazón de las tinieblas” populares,
termina pidiendo que “exterminen a todos los salvajes”. Lo cual demuestra que
el verdadero dilema es entre la barbarie de los civilizados y la sabiduría de
la cultura popular, esa que hoy está siendo paciente y reflexiva frente a las
provocaciones de los grupos de sacados.
Ante esta escalada, que busca reinstalar el miedo en
una sociedad que en su momento fue inmovilizada mediante el terror, debemos lograr,
junto a la mayoría de nuestros compatriotas, ser contemporáneos de esta
historia. Para terminar de salir de la miseria de los años miserables, y para
seguir disfrutando de estos años luminosos como un sol.
Por
Carlos Semorile.